Los secretos jamás revelados de Gabriel Deck: de trabajar en el campo recolectando alfalfa a la NBA

La figura de Oklahoma City Thunder juega en la NBA como si fuera el patio de su casa; sin temores y presiones. Y mucho tiene que ver el camino recorrido hasta la meca del básquet. La pasión por el fútbol que fue menguando y la historia de la improvisada canchita de tierra en la que detonó aros intentando volcar la pelota.

“El Tortu juega en la NBA como si fuera en el patio de la casa”. La frase la repiten muchos. Porque realmente es lo que se observa. A Gabriel Deck no parece cambiarle nada pese a que todo el entorno es demasiado distinto al de su infancia. Ya sea jugando en los picados con su hermano Joaquín y los amigos en aquella canchita de piso de tierra en Colonia Dora, luego en Quimsa, en San Lorenzo, en Real Madrid y, ahora, en Oklahoma City. El santiagueño luce inmutable. No parece sentir presión, ni necesitar adaptación. En ningún lado. Tortu sigue siendo el chango que empezó a destacarse en el barrio, luego en una pequeña ciudad, después en la capital santiagueña, más tarde en la capital del país, después en la capital española y ahora en la ciudad del estado que lleva ese nombre.

Y tal vez la clave esté en su esencia. Gabi no sólo juega allá como acá. Va más allá: él vive allá como acá. Con los mismos valores, con la misma tranquilidad y simpleza, sin cargarse mochilas, pensando en dar el máximo, siempre con los pies sobre la tierra, volando en la cancha y con su paso cansino fuera de ella, con el cuerpo donde juega y con el corazón en su amada Dora, en cada rincón, en cada recuerdo, en cada momento compartido con los seres que ama. Tortu juega como es. Un producto puramente santiagueño que queda resumido en su frase de cabecera (“Esto es Básquet, Chango”, repite cada vez que la presión arrecia). Ahí está el secreto de su éxito, el mismo que intentaremos develar en esta nota, recorriendo nuevos detalles inéditos de una vida de película.

Nora Luna y Carlos Deck se casaron en 1991 y, cuatro años después, nació Gabriel, su segundo hijo, tres años menor que Joaquín, ya con la familia en Dora, pueblo de 2.500 (hoy de 10.000), luego de apenas unos meses viviendo en el paraje rural Colonia Libanesa. Los hermanos fueron el uno para el otro durante aquella infancia. Iban juntos de acá para allá.

La familia Deck, en Colonia Dora, Santiago del Estero

Se la pasaban en la casa de las abuelas, Ñata –mamá de Dora- y Techa –mamá de Carlos-, por quienes Tortu tiene devoción y, cuando regresa al pueblo, pasa horas en sus casas. Allí, en la hogar de Teresa, en un aro colocado en un tronco de un árbol, los dos empezaron a hacer los primeros lanzamientos. Aunque más Joaquín que Gaby. Porque, en realidad, de más pibe, Tortu era fana del fútbol. Delantero creativo, habilidoso, dicen. Se la pasaba con la pelota, incluso una que hacían con medias con sus amigos Martín y Miguel para jugar en el patio de las casas.

“Es verdad, tenía pasión por el fútbol. Andaba siempre con la pelota, hasta las 10 de la noche. Y era más mi hermano Joaquín el que estaba con el básquet. Andaba todo el día jugando, viendo partidos, con recortes de diarios… Hasta que un día, en el club, faltaba uno, me invitaron, jugué bien y le empecé a tomar el gustito al básquet. También recuerdo que una noche vi un partido de la Liga Nacional por TV y me impresionó mucho. Así empecé a engancharme más. Hasta que con Joaquín y los amigos decidimos armar esa canchita -que ya se ha hecho tan famosa- en el patio de casa”, relata Gabriel. El seguir a su hermano y amigos fue una razón del cambio de deporte y la otra tuvo que ver con una decisión municipal.

“Cuando un nuevo intendente decidió convertir la cancha de fútbol que teníamos en un predio de la municipalidad y así nos pasamos al básquet”, cuenta Miguel Díaz, uno de los protagonistas de la foto mítica en la que puede verse al Tortu, enfundado en la camiseta 20 de San Antonio, jugando en el patio de tierra con su hermano y dos amigos, allá por 2007.

Aquella canchita era para él como hoy el Cheesapeake Energy Arena del Thunder. “La armamos porque, cuando íbamos al club, muchas veces los aros estaban ocupados por gente grande y no teníamos lugar. En casa, en cambio, podíamos jugar horas y horas. La regábamos todo el día para que la tierra se compactara y la pelota pudiera picar mejor. Y no parábamos eh. Salvo cuando había que ir a trabajar, al colegio o cuando mamá nos decía que ya era suficiente…”, rememora Tortu.

El deseo de emulación, sobre todo a partir de los que aquellos chicos santiagueños veían por TV, era muy grande. “Yo decía que era Leo (Gutiérrez) o Luis (Scola) y simulaba jugar como ellos. Imaginate que después fui compañero de ambos…”, cuenta mientras detalla cómo eran aquellos picados. “Vivíamos tratando de volcar la pelota. Así fue que el primer aro lo rompimos muchas veces. Se desoldaba, lo volvíamos a soldar y se rompía otra vez. Encima era chiquito, apenas entraba la pelota…”, recuerda Tortu. Tal vez haya sido ahí cuando Gabriel empezó a pulir su puntería actual. “De chico se caracterizaba por la eficacia de su lanzamiento. Se acomodaba en un sector de la cancha y sólo teníamos que mover la pelota hasta dársela para que fuera un tiro seguro”, recuerda Miguel en una nota con Prensa CAB. Las roturas permanentes del aro generaban frustración en el grupo hasta que papá Carlos tomó cartas en el asunto. Fue hasta una cancha de fútbol abandonada que estaba cerca de su casa, agarró uno de los postes de los arcos y luego encontró un pedazo de madera para que cumpliera la función de tablero. También consiguió un volante de tractor y, con ayuda del herrero de la esquina, lo dejó listo para insertar. Incluso a veces le agregaban bolsas de cebollas para hacer la red.

Los días para los Deck eran larguísimos porque la situación económica de la familia hacía que lo primero fuera el trabajo, incluso para los chicos. Cada jornada de la semana comenzaba a las 5 de la mañana, cuando Carlos levantaba a los hermanos y los tres se iban en moto a los campos para trabajar con la alfalfa. “Estábamos horas, sin importar el calor o lo que fuera. Enfardábamos, engavillábamos… Todo para sacar los rollos de alfalfa. Volvíamos a la tarde”, recuerda Tortu. Cuando no volvían muy tarde y, sobre todo los fines de semana, lo primero que hacían era agarrar la pelota. “Cuando se nos hacía de noche prendíamos la luz del patio más cercano a la cancha. O, sino, directamente, jugabábamos con la luz de la luna”, recuerda Martín. En verano ni el calor extremo que arrecia en Santiago detenía a los apasionados chicos. “Mi vieja se enojaba y nos mandaba adentro, pero nosotros intentábamos seguir por todos los medios”, precisa Joaquín, el hermano mayor. Pero ojo con mandarse macanas, como aquella en una siesta en la que Doña Dora fue a colgar la ropa al tendedero y se ligó un pelotazo en la cabeza. “Los dos hermanos terminaron en penitencia y el básquet fue cortado por una semana”.

Claro, el básquet no era el único pasatiempo de estos chicos que amaban la calle, las aventuras y, por qué no, como tantos niños, los líos. “Íbamos a la Municipalidad porque ahí había autos y máquinas antiguas, a tirar con la resortera, también a jugar a los pistoleros en una represa o a pescar mojarritas en los canales de riego. Y jugábamos mucho a la bolita… Gaby sabía volear, siempre tuvo buena puntería. ¡Salía con 10 bolitas y volvía a la casa con 100!”. Todos iban a la escuela N° 731 Combate de San Lorenzo y Martín detalla al Tortu-alumno. “Tenía siempre las mejores notas, le gustaba mucho el estudio y era inteligentísimo. Los profesores se asombraban de cómo resaltaba en el curso. Pero también era bastante indio. Un recreo estaba caminando sobre un banco, ha caído el chango y le quedó un huevo en la frente… ¡Llegó a la casa y qué retada le ha pegado la madre!”, precisa el dorense entre risas y con su inconfundible tonada.

La pasión por la pelota naranja trascendió la canchita del barrio y se trasladó al club. “Al Mitre íbamos changos de todo el pueblo, cada barrio armaba su equipo. Se jugaba fuerte, el que hacía diferencia era Joaquín, y Tortu acompañaba. Sabíamos jugar por la gaseosa o por la hora de cancha”, revive Martín. En el 2008, los hermanos tuvieron su primera oportunidad de mostrarse fuera del pueblo y así lo recuerda Miguel: “La madre se contactó con un entrenador de Ceres y los vinieron a ver. Este profesor les dijo que se sumen al club de Santa Fe, pero no han llegado a estar ni un año. Les gustaba, pero por cuestiones económicas no pudieron seguir”, agrega sobre aquella –frustrada- primera experiencia.

A pesar de no continuar en Central Argentino Ceres, los Deck no se rindieron. Paola Aguilar, profesora de Educación Física que los conocía muy bien, consiguió la prueba en Quimsa, club de la capital de la provincia que, en aquel entonces, empezaba a destacarse en la Liga Nacional –ahora ya suma varios títulos y en estos días está jugando la final ante San Lorenzo-. Ambos, con coraje pero algunas dudas, viajaron a Santiago para sumarse, pero pocos saben que en el club querían más a Joaquín que a Gabriel. En realidad, “era el que hacía la diferencia”, pero la madre puso los puntos. “Van los dos o no va ninguno”, dijo, según Gastón Ríos, compañero de equipo en aquellos primeros tiempos en la Fusión. Los hermanos se fueron a la capital, dejando Dora, por dos motivos.

Porque querían ver si podían ir por más en el básquet y, a la vez, para ayudar económicamente a su familia. “Sin dudas que fue para sacarles dos platos de comida a mis viejos. La cosa estaba mal y Quimsa nos ofrecía departamento, comida, todo… Esa, más allá de perseguir un sueño, fue la principal razón de por qué nos fuimos del pueblo”, ratifica Gabriel, quien además de ayudar al padre en los campos de alfalfa, se ganaba algunas moneditas cuando iba a Mitre a ser un improvisado alcanzapelota. Y, justamente, la decisión la tomaron un día de verano, mientras hacían una changa limpiando la bodega de un micro. Los padres habían conseguido trabajo en una empresa de colectivos de larga distancia –Carlos como chofer y Dora como encargada de la limpieza del interior de las unidades-, y los hermanos se ganaban un extra en la limpieza.

—Nos vamos, Gaby. Así no podemos seguir. Vámonos a Santiago, a Quimsa, a probar… Vamos a intentarlo a la capital.

”Eran las 2 de la tarde, hacía un calor bárbaro y estábamos con Tortu en la bodega, sofocados, cansados”, detalla el mayor. Gabriel, de apenas 13 años, se quedó helado. Apenas esbozó un “¿estás seguro?” cuando el hermano soltó la bomba. Hoy, Joaquín explica por qué decidieron ese paso tan difícil para chicos tan afincados a las costumbres del pueblo y tan apegados a los seres queridos. “Ese día hice el click. Estábamos cansados de esos trabajos tan duros”, argumenta.

“Terminábamos muertos, de noche, sin tiempo para ir a tirar al aro. Un día llegaron cinco colectivos juntos, uno doble piso, y tuvimos que limpiar todo. Recuerdo que los dos nos largamos a llorar adentro del bondi”, es el recuerdo de Gabi mientras intenta ganarse a todos en el Thunder.

Claro, en Santiago hubo que empezar de cero, en otra ciudad, otro club, con otros amigos, compañeros y entrenadores. Y para dos dorenses de pura cepa no resultó sencillo. Más aún cuando la separación de los padres se hizo presente y Joaquín se volvió al pueblo para vivir con la madre. “Gaby se quedó solo y extrañaba mucho, no quería entrenar. Se la pasaba acostado, tapado, sacando la cabeza para afuera…. En una de esas tardes nació el apodo de Tortuga”, recuerda Chavo, quien cree que hizo el esfuerzo más por su familia que por él mismo. “Siempre nos decía lo duro que era extrañar a su gente. Lo pudo sobrellevar porque sabía que económicamente ayudaba mucho y eso fue un impulso muy grande para él”, reconoce. Y el sacrificio pagó cuando, siendo muy chico e incluso dando ventajas de edad, empezó a ser convocado a las selecciones nacionales formativas. “Joaquín era nuestro líder, pero de Tortu no lo esperábamos. Pero de repente explotó y llevó a las tres categorías al Hexagonal Final del Argentino de Clubes, promediando 30 puntos en cada una. Cuando fuimos a Bahiense del Norte, nos recibió Yuyo, el padre de Manu Ginóbili, y lo primero que nos preguntó fue dónde estaba Tortu. Ahí nos dimos cuenta de la fama que había alcanzado. En ese momento no parecía tener un gran talento innato, pero hacía todo bien y no le tenía miedo a nada”, relata Gastón García. Como hoy. Exactamente…

Eso sí, no le gustaba mucho dejar su provincia. “En ocasiones hasta lloraba por tener que viajar tanto”, recuerda Gastón. Hubo una vivencia que lo dejó marcado para siempre. Tenía 14 años, en 2009, cuando en su primera vez en la Ciudad de la Furia vivió una situación angustiante, cuando quedó solo en la terminal de micros de Retiro, sin poder encontrar el colectivo que lo llevaría a su provincia. Fueron minutos que parecieron horas y que terminaron cuando el micro de la empresa Vosa apareció en la plataforma 15 y él pudo subirse y, en la intimidad de su butaca, quebrar en llanto.

Casi 13 horas después se bajaría en la ruta y esperaría otra unidad que lo dejaría en Dora. Su casa. Su lugar en el mundo, donde se siente cómodo, aunque su destino lo deposite circunstancialmente en otro lugar. Ahí se siente el verdadero Gabriel Deck. El de su familia. El de sus abuelas. El de sus amigos. El de su pueblo, donde ahora tiene una fundación que ayuda a diversos merenderos que dan de comer a chicos con necesidades. Alguien que, justamente, supo de necesidades.

Este Tortu es el de siempre. El que sigue teniendo –y añorando- los simples gustos de la vida: ir a pescar al Río Salado, comer guisos y escuchar la música de sus pagos, siempre con los suyos. Mentalmente, Deck nunca se fue de Colonia Dora. Ni cuando se fue a Santiago para destacarse en Quimsa. Ni cuando llegó a la áspera Capital Federal para brillar en San Lorenzo. Ni cuando se mudó con todos los lujos a Madrid para ser pieza importante del Real Madrid.

“Nunca dejé de tener los pies en la tierra: sé de dónde vengo y cuáles son los valores que me trajeron hasta acá. Trato de ser respetuoso, humilde y honrar mi palabra. Siempre. Ante todo. Mi propósito es ser buena persona porque esto en algún momento se termina. Son 10 o 15 años de carrera y después queda la persona, que es lo más importante para mí”, deja claro mientras desempolva una sabiduría que lo diferencia. “La calle me ha enseñó mucho: el respeto, la amistad, la importancia de portarse bien, porque en la calle no te podés hacer el loco. Además, no le tengo miedo a nada. Me fui de mi casa y me ha costado, pero ¿miedo? Nunca. Por más presión que haya”, dice con su habitual claridad.

La frase “Esto es básquet, Chango” define cómo toma todo. Y lo que explica que nada lo inmute, ni aún las luces de la NBA o tener que demostrar para ganarse un contrato garantizado para la próxima temporada. “Sé que no todas las personas se lo toman así, quizá sea una virtud mía”, resalta. En la intimidad, a veces luce tímido y hasta ausente, pero es su apariencia, Gaby siempre está atento y tomando enseñanzas a cada minuto. “Parece que estoy en otro lado o que algunas cosas no me importan, pero trato de aprender. De todos y siempre”, deja claro.

No es casualidad que, entre tantos tatuajes, en su muslo derecho sobresalga una frase del escritor estadounidense John Calvin Maxwell: “Cuando quieras emprender algo, habrá mucha gente que te dirá que no lo hagas; cuando vean que no pueden detenerte, te dirán cómo tienes que hacerlo; y cuando finalmente vean que lo has logrado, dirán que siempre creyeron en ti. Hazlo por tu gente, hazlo por tu orgullo, nunca sabrás si nunca lo intentas”. Una reflexión que resume su pensamiento y que Gabriel siempre tiene presente. El Gabriel de Colonia Dora. El mismo que ahora brilla en la NBA. El de siempre, el del patio de tierra, el de Colonia Dora, el de Santiago, el de los suyos… Con esa esencia que lo hace un ser tan especial.

Por Julián Mozo – Infobae.com